Algo fluye en el ambiente de la ciudad tranquila. Pasar por las cercanías de casas de hermandad y de templos ayuda a entender que el ritmo se ha acelerado, sin estridencias, pero sin solución de continuidad. Ahora, ese trabajo constante de todo un año aumenta en exigencias y en manos. Será por el incienso, o tal vez se deba a lo apretado del calendario, pero lo que es evidente es que ahora, junto a los nervios, fluye la gente, fluyen los hermanos, y eso se agradece porque toda ayuda es poca en estas fechas.
La manos, esas manos de la memoria, que guardan en sus arrugas el pasar de las Semanas Santas, que así cuentan los años los cofrades, se prestan al montaje y desmontaje de altares efímeros, al cosido o arreglos de túnicas, al freir de las torrijas y al pasar las cuentas del Rosario, porque es la oración, parte indispensable de la Cuaresma. Aunque apenas nos quede tiempo.
De un tiempo a esta parte, los cuarenta días previos a la Semana Santa han ido transfigurándose hasta caer en la tentación de saturarlos de actos que miran demasiado hacia fuera y poco hacia dentro. Se multiplican los actos sociales de las hermandades, presentaciones de carteles, boletines, conferencias y charlas, que además, en última instancia, se asemejan erróneamente y cada vez más a un pregón, de los cuales también contamos en la ciudad con un buen número. Y no digo que esté mal, ni mucho menos. Sólo, que cada cosa debe tener su justa medida. Porque además, un calendario cargado de actos y actillos, acaba por desvirtuar la esencia de este tiempo, el silencio de la oración.
Porque ya llegará el momento de salir a la calle y manifestar nuestra fe. Ya habrá tiempo de gritarle guapa a la Madre de Dios, de emocionarse con una saeta al Cristo del madero, y de sentir ese escalofrío que cada año, al caer la noche, recorre tu cuerpo porque una vez más os dais cita en el mismo sitio, tú y Jesús. Todo eso y mucho más, se producirá pues así está escrito pero antes, el ahora, te pide mirar al interior, al propio, y al del templo, donde en la soledad del silencio habla el corazón y escucha el alma.
Comenzamos el tiempo de la espera, entre la penitencia que nos pide nuestra fe, y el gozo de saber que ha comenzado la cuenta atrás. Cuarenta días que arrancan con la ceniza y que culminarán con el sol del Domingo de la Luz. Cuarenta días de abstinencia, ayuno, preparativos, vía crucis, altares, escaparates, pregones… Cuarenta días para ver que la ciudad se transforma, porque en su calles también se siente el repeluco por lo que habrá de venir.