No lleva la compañía del discípulo amado, ni tampoco le cubre el terciopelo rojo de su palio. A cambio, lleva consigo a sus costaleras, a su vera siempre que es Ella quien les pide un hombro. Seguramente no necesite más, ni menos. Porque cuando mayo encara sus últimas jornadas, en la tarde del viejo raudal de la Magdalena donde las leyendas resuenan en el aire, María Santísima del Mayor Dolor vuelve a asomarse para encontrarse con sus vecinos de piel morena. Ahora no hay saetas, aunque los Ave María se entonan con una sonoridad que solo es posible si el ritmo se lleva en la sangre. La devoción es la que sale del alma.
Fotografías: José M. Anguita