El viernes santo, 23 de marzo de 1951 resultaría, por un capricho del destino, un viernes santo trágico.
La calle campanas estaba abarrotada de un gentío compacto y expectante que colmaba sus angostas aceras y ocupaba las privilegiadas tribunas que suponían las barandas de la lonja catedralicia. Los golfillos y molzabetes se arracimaban atrevidamente sobre el “balcón de pilatos”, trepaban pos las altas verjas de la lonja y los más osados convertían en inestables sillones las “piñas” y flameros que decoran las pilastras que aseguran las rejas.
Ya se divisaba el piquete montado de la guardia civil que abría el cortejo de la procesión oficial del santo entierro, que ese año correspondía a la cofradía de la soledad establecida en San Ildefonso y se escuchaba en la “plaza vieja” el conocido pasaje de “el sitio de zaragoza”, que interpretaban los clarines de la caballería romana, cuando se organizó una ruidosa revolera. Un zagal de once años, Federico Campos Nieto, que hacía equilibrios en la baranda de la lonja, cayó sobre el gentío que ocupaba el acerado, lesionándose un pie. En medio del consabido alboroto fue atendido, disponiéndose su evacuación hacia la casa de socorro.
Del reloj de la catedral, al instante secundado por el de la diputación, habían caído lentas y pausadas las campanadas de las siete de la tarde. La procesión subía calmosa por la calle. La urna del sepulcro ya avistaba la embocadura de la calle maestra. Flotaba en el ambiente el clásico respeto que en aquellos años rodeaba la atardecida del viernes santo. Los tambores llevaban los parches destemplados. Las cornetas no se tocaban y colgaban mudas a la espalda de “los romanos”. El piquete de escolta llevaba las armas “a la funerala”…
Fue entonces, cuando un inesperado clamor rompió la solemnidad del instante. Y el caos más absoluto descompuso el cortejo y desbordó en pánico las aceras de las que las gentes empezaron a huir a la carrera, sin saber bien porqué, sin entender del todo que ocurría…
Y era que un chaval de catorce años, natural de Porcuna y vecino del barrio de la magdalena -José Peláez Bellido- que andaba encaramado sobre el flamero de la primera pilastra, al sufrir un ligero vahído, instintivamente puso la mano sobre un cable de alta tensión que corría paralelo a la verja, sufriendo una fortísima descarga que le mantuvo durante unos minutos, que parecieron eternos, adherido al cable que daba chispazos y sacudidas y amenazaba desprenderse. Un electricista que casualmente presenciaba la procesión corrió despavorido al transformador de la carrera de Jesús, donde nacía la línea, para que se cortase el fluido. A impulsos de otra sacudida, el muchacho salió despedido al vacío. Primero se golpeó sobre la cornisa de la lonja y luego cayó pesadamente al suelo. Recojido, se le llevó en volandas a la casa de socorro, donde le apreciaron fractura de la bóveda craneal y rotura de la columna vertebral, falleciendo en breves instantes.
Ya no hubo forma de recomponer la procesión. Algún caballo desvocado no se pudo apaciguar hasta la plaza de la audiencia…Las gentes, que corrieron despavoridas en todas direcciones, propalaron absurdos bulos -¿una bomba…?, ¿un terremoto…?, ¿un loco que ataca a las mujeres…?- que añadían pánico al pánico. Y muchos permanecieron en los portales presos de crisis nerviosas y llantos incontenibles, mientras otros se guarecían en las cafeterías pidiendo ansiosos una tila.
Fue un viernes santo no solo enlutado, sino trágico. Que quienes lo vivieron aun lo tienen fresco en la memoria, aunque hoy peinen canas.
Texto: Manuel López Pérez.
Fuente: Enciclopedia Audiovisual de la Semana Santa de Jaén.
Tomo: 8.