Una más, una menos. Alegría pascual, nostalgia pasionista. Eterno dilema del cofrade. Aún saboreamos la nostalgia del redoble, la fugacidad del incienso que en forma de nebulosa impregna la Calle de las Campanas de aromas de mirra, olíbano y vainilla tras el luto riguroso de la Soledad o el resonar seco del llamador y de la voz quebrada de la saeta, mientras en nuestro sentir la Gloria se proyecta.
No es fácil entender una celebración popular y religiosa que día tras día, se escapa de la razón. Tradición, familia, arte, costumbre, liturgia, promesa, fe, esperanza, oración… todo se entremezcla, todo se conjuga. Y el resultado, que cada cual lo interprete.
Aún noqueado, aún intentando poner cordura a un sinsentido que esperamos durante todo un año, no logro poner las cosas en su sitio. Lo que creo haber vivido hace apenas días mientras Jesús entraba triunfal por Bernabé Soriano en una radiante mañana de Palmas, ¿ha sido un sueño? La eternidad de semana que aguardaba, ¿duró realmente siete días?
Quizás paso un año entero soñando con lo que me gustaría sentir, presenciar, analizar de forma exacta y nunca logro conseguirlo. A Jaén, y a su Semana Santa, hay que intentar entenderla. En ocasiones, intentamos que sean las hermandades las que nos entiendan. Y no sé si somos justos con ellas.
Quizás más por desgracia que por suerte, no guarda cánones establecidos “in saecula saeculorum”, y eso nos haga buscarla y a veces no encontrarla con su propia identidad. Es Jaén tierra de fronteras, de contrastes, de medio camino entre la influencia castellana y la andaluza más pura. Es la capital en la que sus pasos se levantan a golpes de llamador y de campana, la de varal y trabajadera, la de hombro y costal.
¿El resumen, la sensación de esta semana santa?
Me quedo con la alegría de la mañana de domingo, con el sabor de un romántico regreso al barrio, por una solemne caída de la noche por el casco antiguo, con un barrio que respira con el aliento de la última saeta, el contraste blanco y negro de una muerte buena y santa, con una tarde de oficios entre naranjos en flor, con la historia que rezuman los muros de una basílica, con el fervor de una madrugada, con el luto que reviste a Jesús en la Cruz tras hilera de luz de farol, con el rostro de un Dios que nunca acaba de morir, con el de una dolorosa con pañuelo de encaje, y que este año, desgraciadamente no logró acompañar por nuestras calles a su hijo en la victoria de la resurrección.