Después de dos años de ausencia, el Cerro de la Cabeza volvió a vibrar de fervor y devoción por la Morenita. Miles de romeros acudieron a la cita del último domingo de abril para reencontrarse con Nuestra Señora de la Cabeza, Patrona de la Diócesis de Jaén. La Cofradía Matriz y las más de 60 cofradías filiales ambientaron las jornadas previas y arroparon como es costumbre el día grande que comenzó con la Misa presidida por primera vez por el Obispo de Jaén, D. Sebastián Chico, quien pronunció esta homilía:
Salve, Señora y Patrona, de los corazones de esta tierra.
Salve, Virgen y Madre, la que escucha nuestras promesas.
Salve, Abogada y Reina, de estos hijos que con fe te rezan.
Apenas iniciada la Pascua de Resurrección, un año más queremos poner nuestra vida ante la dulce mirada de nuestra Madre, la Virgen de la Cabeza. De nuevo, una inmensa multitud de fieles volvemos a congregarnos atraídos por esta imagen de la Virgen “morenita y pequeñita” a la que profesamos una especial devoción en tantos y tantos pueblos de nuestra Diócesis y de toda España.
En este hermoso cerro, Dios, a través de su Santísima Madre, interviene en nuestra historia y se hace presente de modo visible y patente en Ella. Desde hace siglos, María se ha hecho presente en el caminar de nuestra Iglesia de Jaén; ha caminado con los que nos precedieron en la fe y lo hace ahora con nosotros. Dos años han tenido que pasar para que romeros y devotos peregrinemos hasta sus plantas en oropel; para que esta Romería, considerada la más antigua de España, regrese a la casi normalidad previa al COVID; para que la Madre se reencuentre con sus fieles que, en estos dos años, no se han olvidado de Ella, sino que cada día han implorado su ayuda, pidiendo su amparo y protección.
Son muchas las plegarias que la Virgen de la Cabeza acoge en este día tan esperado. ¡Cuántos de nosotros al llegar ante su imagen le hemos abierto el corazón y le hemos contado nuestras preocupaciones: nuestras dudas y problemas, nuestras penas y heridas, nuestros anhelos más profundos! Todo el que pasa por el Santuario de la Virgen de la Cabeza buscando el consuelo ante la adversidad, encuentra a Jesucristo, renueva su fe, descubre la alegría y recupera ilusiones y esperanzas para seguir caminando. Ahora, más que nunca, estamos experimentando que María es “Consuelo de los afligidos”, como rezamos en las letanías, y, también, “Madre de Misericordia”.
A este Domingo, de la Octava de Pascua, le llamamos el Domingo de la Divina Misericordia: La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor (PP. Benedicto XVI). Los cristianos estamos viviendo la experiencia de la fiesta de la Pascua. A lo largo de estos días iniciales, de este hermoso tiempo, hemos ido contemplando las primeras experiencias pascuales de los Apóstoles, verificando que Jesús, el crucificado, está vivo y que viene a nuestro encuentro.
El Evangelio, que hemos escuchado, relata que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos, encerrados en el Cenáculo, al atardecer “del primer día de la semana”, del mismo día de su resurrección estando ausente el apóstol Tomás, y que se manifestó nuevamente a ellos en el mismo lugar “ocho días después”, el mismo día y estando Tomás presente. En la primera aparición destaca el envío apostólico, la misión encomendada, mediante el don del Espíritu con la capacidad de perdonar los pecados, y en la segunda la bienaventuranza de la fe: “dichosos los que crean sin haber visto”. Y todo ello enriquecido con el don de la paz.
Ya queda patente el mensaje central de este domingo y de todo el tiempo pascual: que la vida, el mundo, tiene su centro en Jesús resucitado, “Yo soy el primero y el último”, “estoy vivo y tengo las llaves de la vida y de la muerte”. Es en realidad Dios con nosotros y para nosotros. Los Apóstoles, tras esta gran experiencia, atestiguan la resurrección de Jesús y curan a los enfermos en su nombre. Este anuncio conmueve a las personas, ilumina sus mentes y mueve sus corazones. Se arrepienten de los pecados y entran en la comunidad de los discípulos. Así nace y crece la Iglesia, siguiendo la estela de la resurrección de Jesús. En definitiva, es el poder de Cristo resucitado, que Él da a sus apóstoles, poder para anunciar, poder para curar y perdonar, lo que atrae los corazones y construye la Iglesia. Para alcanzar la salvación hay que reconocer a Jesús muerto y resucitado como verdadero Dios.
Todos estamos representados en el incrédulo Tomás, el discípulo que no estaba presente en el primer momento junto a la comunidad. Hay cosas que resultan increíbles, porque son demasiado hermosas para creerlas… Tomás, superando la prueba de la duda y unido a la comunidad el domingo siguiente, creyó y adoró a Jesús: “Señor mío y Dios mío”. La fe es don de Dios que es posible en comunidad, en la Iglesia. Es la confesión de la fe, la que nos hace cristianos, la que nos salva de nuestros pecados y santifica nuestra vida. Digamos también como Tomas: ¡Señor mío y Dios mío! aunque no veamos directamente a Jesús. Nosotros, con los ojos de la fe, que recibimos en nuestro bautismo y que estos días estamos renovando, lo vemos en el testimonio de los Apóstoles, en el ministerio de la Iglesia, en la Palabra proclamada y en los Sacramentos y en la vida de los santos.
“Paz a vosotros”. Esas fueron las primeras palabras de Cristo resucitado a sus discípulos. Podríamos decir que el primer fruto del encuentro con el Resucitado. La Paz que hoy anhelamos desde lo más profundo de nuestro corazón. Paz en nosotros y paz en el mundo. En este tiempo que tanto te hemos pedido, querida Madre de la Cabeza, por el fin de la pandemia, traemos este año ante ti una nueva súplica: Queremos, desde la cumbre más alta de Sierra Morena, pedirte la intercesión ante tu Hijo amado, “Príncipe de la paz”, para que cesen las guerras. En particular, hoy, ponemos la mirada en Ucrania, devastada por las bombas y la sinrazón, una guerra que deja tras de sí muerte, dolor y familias destrozadas. Y te pedimos a ti, que eres Reina de la Paz, que hagas germinar en el corazón de los gobernantes semillas de paz, de fraternidad y de amor.
¡Gracias, Madre de la Cabeza, por estar siempre con nosotros y acompañar a tus hijos que tanto te quieren! Fortalece nuestra fe y vela siempre sobre nosotros: conforta a los enfermos, alienta a los jóvenes, sostén a las familias; alienta y sostén a los más necesitados de nuestra tierra. Infúndenos la fuerza para rechazar el mal, en todas sus formas, y elegir el bien, incluso cuando implica ir contracorriente. Danos la alegría de sentirnos hijos amados por Dios y bendecidos por él. ¡A ti acudimos, Virgen Santísima de la Cabeza, Patrona de esta Iglesia de Jaén, ruega por nosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos! Amén.
Fotografías: Valentín Molina