Ahora que la ciudad dormida parece despertar en su orgullo dolido, ahora que ese sentimiento de amor a la patria chica parece emerger, me pregunto si Jaén sabe y ha sabido apreciar y valorar algo tan propio como su Semana Santa, sus cofradías y hermandades.
Ahora que no las tenemos, al menos como nos gusta, en nuestras calles y plazas, caemos en la cuenta de la trascendencia, más allá de su dimensión religiosa, que la Semana Santa tiene para la ciudad. Seguramente sea junto a la Feria de San Lucas, el acontecimiento del calendario jaenero que mayor impacto económico tiene para un territorio no dado a grandes alegrías turísticas y culturales.
Además, el cofrade puede ser, al menos en número, el principal colectivo asociativo de los existentes en Jaén. Ninguna otra pasión, profesión o reivindicación es capaz de congregar a tanta gente como lo hace Cristo a través de sus cofradías. Corporaciones que además de preservar el legado de una forma de vivir la fe que se cuenta por siglos, custodian un patrimonio material e inmaterial de incalculable valor y riqueza, que dicho sea de paso, hay que conservar.
A una gran mayoría de jiennenses nos gusta ver las procesiones de Semana Santa. Solo hay que salir a las calles cualquiera de los días Santos para comprobarlo. Pero cuando el incienso se esfuma, ¿nos implicamos como sociedad en su promoción y en su defensa?
Dice mi amigo Santi que tenemos lo que merecemos. Y puede que no le falte razón, aunque en esta dualidad entre la ciudad y su Semana Santa, creo firmemente que no siempre la primera responde en la magnitud que lo hace la segunda.