Es común entre los mortales la apropiación indebida de las cosas. Entre las más frecuentes está la apropiación de la verdad, pese al escaso conocimiento sobre la causa. Pues bien amigos, en nuestras cofradías y hermandades (o entre nuestras hermandades y congregaciones) se encuentra a la orden del día. Un problema que puede parecer de dudosa relevancia, pero que llega a resultar ciertamente peligroso.
En numerosas ocasiones habremos observado al hermano mayor o algún vocal de junta de gobierno, incluso a nosotros mismos que a la hora de entablar un diálogo con un hermano no muy apegado a la hermandad, hablamos en nombre de la hermandad como si nosotros mismos la fuésemos. De esta manera, las instituciones quedan corrompidas, cuando los encargados de gestionarlas creen ser ellos mismos la propia institución, pese a que nuestras Cofradías (perdón por la mayúscula) están muy por encima de sus regentes y de cualquiera de sus hermanos, siendo simples instrumentos al servicio de Dios.
Es de extrema necesidad entender que aunque pertenezcamos a la cúpula o cualquier otro sector, trabajemos incansablemente día tras día, aunque desarrollemos un papel muy necesario para la ejecución de distintos proyectos, la pertenencia y merecimiento de la misma es igual para todos los hermanos. Que nuestra labor debe ser altruista, alejada de intereses personales y entendiendo que si es así, Dios nos premiará, obteniendo la recompensa del Cielo y no los andrajos de la Tierra. El mal hace de las suyas cuando nos creemos insustituibles, cuando pensamos qué sería de nuestra hermandad si no estuviésemos nosotros. Pero la historia nos enseña que las cofradías se han perpetuado durante siglos sin nuestra existencia, o como abrevia un buen amigo con una afirmación demoledora: “los cementerios se encuentran llenos de personas insustituibles”. Una muestra de vanidad continúa que nos apesebra sobre nuestro cargo, al que incluso lo llegamos a apellidar como vitalicio, pero precisamente ese apellido que viene a ser sinónimo “de por vida”, nos avisa que nosotros tenemos un tiempo limitado que nunca sabremos cuándo terminará, aunque tratemos de perpetuarnos para siempre, y que a nuestro fin llegará otro, nos guste más o menos, pero llegará.
En nuestra querida ciudad de Jaén, es habitual ver en nuestras juntas de gobierno al contactar con los hermanos, cuando los invitamos a participar de las actividades y cultos, hacer un mal uso del lenguaje. Cito un ejemplo para mayor claridad: no es lo mismo decir al cofrade “acompáñanos en la Eucaristía de hoy”, que decir “acompaña a tu Hermandad en la Eucaristía de hoy”. Una proposición que no le haga ajena la pertenencia a la misma, ni acapare la propiedad de la hermandad en dichos llamamientos, sino que la abra de par en par, para uso y disfrute de todos nuestros hermanos, haciéndolos sentir dueños de esa pequeña parcela que les pertenece e hipoteca sus corazones de por vida. Y aunque parezca una simpleza, la corrección en el lenguaje se percibe en las mentes de nuestros hermanos acercándolos o alejándolos.
De todos estos barros, aparece el lodazal de creernos dueños de la corporación, que nada tiene que ver con el sano “sentimiento de pertenencia” de un hermano que lleva su hermandad en las venas. Ya sea un grupo de hermanos de pensamientos afines, ya sean familias con peso y años de antigüedad, etcétera, confunden la pertenencia con la propiedad y esto no hacen más que impedir la regeneración de la misma, frena la poda del árbol para que siga sano. Es en estos desvaríos y apropiaciones indebidas donde nacen los pecados más naturales del hombre, la envidia, la vanidad o el egoísmo, que se avivan sobre todo cuando iniciamos los procesos electorales, zancadilleando al otro, intentando colocarlo en desventaja, levantando falsos testimonios, dividiendo a los hermanos, y un sinfín de motivaciones que exclusivamente florecen porque nuestro poder hecho poltrona peligra, nuestro actual estatus puede desaparecer, y de ahí que veamos al hermano como enemigo o un adversario, reeditando ese pasaje del Génesis de Caín y Abel.
En conclusión, deberíamos hacer que nuestras cofradías sean espacios abiertos y nunca cortijos cerrados, donde nuestra ignorancia cree ser dueña de algo que les pertenece a todas las personas que conforman una hermandad. Sin juzgar al hermano que no viene y planteándonos por qué no viene, qué estamos haciendo mal, observando la viga de nuestro ojo que nos impide razonar. Para que entre aire fresco año tras año, se regeneren y se produzca esa correcta y sana convivencia que todos buscamos, habrá que usar el más correcto lenguaje, la más honrosa cortesía, la más calurosa bienvenida y así no daremos lugar a instituciones poseídas por un alma completamente carcomida por nuestras aspiraciones.