Te hemos aplaudido, Señor.
Reconociéndote humilde y caritativo; observándote repartiendo misericordia y salud entre los enfermos mientras vistes tu humilde bata blanca y vitoreándote en honor de multitudes.
Te hemos oído, Señor.
Orando contigo en la soledad de la noche, adivinando entre la ventana conversaciones profundas en zaguanes a media luz de familiares encomendándose al crucifijo de la abuela y a la estampita que aquel nazareno le entregó una tarde de domingo.
Te hemos entendido, Señor.
Traicionado injustamente por mandatarios, que, sin escrúpulos, ponen en una balanza cargada de miseria intereses ideológicos que pesan más que la vida del inocente.
Te hemos acompañado, Señor.
En el juicio más cruento, en la condena más absurda que jamás imaginamos; la impuesta por la casta que solo atiende al eslogan y a su mero interés.
Te hemos contemplado, Señor.
Asistiendo a la negación de la magnitud a la que había que enfrentarse, ninguneándola por falta de clemencia y de coraje.
Te hemos contenido, Señor.
En la impotencia. En el eco del resonar de la sentencia, mientras quien la dictaba solo pretendía pasar de puntillas con un cobarde lavado de manos. Caprichoso paralelismo.
Nos has ayudado, Señor.
A soportar con entereza el flagelo, a afrontar con tu consuelo el cautiverio, a aprender a vivir con manos atadas y superar las ganas de abrazar a quienes queremos con la certeza de que reinará la victoria.
Nos has enseñado, Señor.
A cargar con la cruz, a llevarla con dignidad, a aceptar que tu obra está por encima de todo revés.
Y nos has apoyado, Señor.
A soportar en momentos de debilidad el peso de ésta. Jamás pudimos pensar que Quien todo lo puede, tuviese la grandeza de prestarse a ser nuestro cirineo.
Nos has mostrado el encuentro con quien no esperábamos, Señor.
Hemos visto como ángeles del cielo, con hábitos conventuales, prestaban sus manos en tiempos de carencia para ayudar al más necesitado.
Nos has mostrado la Cruz, Señor.
Hemos comprendido como puede tal escarnio convertirse en fuente inagotable de amor y vida. De amor por la vida.
Nos has hablado, Señor.
Y en esa conversación, muchos escépticos, probablemente al contemplar su pequeñez ante las verdaderas adversidades, te han reconocido, implorado tu cobijo y viviendo un ejercicio de verdadera conversión con la esperanza puesta en la venida de Tu reino.
Nos has hecho más fuertes, Señor.
Nos has enseñado a luchar en soledad y en las postrimerías de esta vida, a implorarte hasta agotar el último aliento de nuestros maltrechos pulmones.
Nos has señalado el camino hacia la vida, Señor.
Aceptando la injusticia; pero sabiendo que la muerte ha sido buena, signo de total esperanza y entrega.
Nos has acompañado, Señor.
En la soledad de la morgue, en el frío de pabellones repletos de tristeza y desamparo. En sepelios donde la única luz y calor emanaba de Ti, de Tu grandeza, del anuncio de la plenitud de los tiempos y la acogida en Tu seno.
Por todo ello, no hay mayor acción de gracias que la de estar en paz contigo. La de conocerte en el día a día. La de reconocer nuestras miserias y tus dones. Ya tendremos tiempo, cuando todo esto acabe, que seguro lo hará con mayor refuerzo social y espiritual, de contemplar tu representación, tu catequesis desde lo popular y lo sensorial.
De reconocerte en el olor de la flor marchita del naranjo en las plazas y calles; en la barroca voluta de humo que anuncia y acompaña Tu llegada; en la partitura de Cebrián; en el guiso cuaresmal y la torrija; en la zancada poderosa del paso del Nazareno y en el izquierdo que por delante lleva los sentimientos y oraciones del costalero; en los arreglos del falso de las túnicas en las mesas de camilla de nuestras salitas; en el recogimiento de Tus turnos de vela y traslados al templo; en las tertulias de la barra del bar con una cerveza en la mano; en el abrazo a una madre al volver cansado y ya de recogida en una noche de primavera; en el tierno apretón de manos de los novios cuando pasas por delante y desapareces en un instante; en el sonido del órgano en una tarde noche desapacible de viernes en el interior de las naves catedralicias; en el beso que Te lanza el niño entre lágrimas de su padre; en el dorado de Tus pasos y en el olor de Tus flores, en el consuelo y la melancolía de quien contempla el llanto contenido de Tu Madre, en el rico bordado de la abundancia de Tu soberana majestad.
Porque ahí, también te vemos, Señor.