Esta tarde me dirijo a ti, costalero. Sé bien cómo te sientes. Después de dos años, te reencuentras con tu cuadrilla, con las personas que entienden de esa locura que supone meterse bajo un paso para cargar el peso divino de una devoción, que no atiende a razones, porque en este caso, el corazón, como en todo lo que tiene que ver con el amor, es el que marca el ritmo y toma las decisiones.
Ahora que regresan las igualás, y que pronto, muy pronto, lo harán los ensayos, te voy a pedir que, una vez más, vuelvas a dar ejemplo. Me tomo esta confianza porque soy de los tuyos desde hace más de dos décadas, y dudo que algún día deje de serlo, porque costalero se nace y se muere.
Como ya te habrás dado cuenta, las miradas y las dudas del regreso del culto público se posan en ti, costalero. Formas parte del grupo más peligroso para la transmisión y el contagio de un virus que ha campado a sus anchas en reuniones familiares, en fiestas o discotecas. Los aforos se recuperan en cines, estadios y centros comerciales, y los eventos multitudinarios regresan sin que un decálogo de recomendaciones sea dictado, como ha ocurrido para la vuelta a las trabajaderas.
Pero el costalero es una persona que sabe de sacrificio, que se aprieta cuando el peso le hunde y que es hermano, sobre todo de quienes tiene a su alrededor en apenas unos metros cuadrados donde se acaricia el paraíso. Por eso, sé que vas a estar a la altura. Que te pondrás la mascarilla aunque el oxígeno te falte, que te harás el test en casa o en la parroquia y que asumirás el designio de esas rayitas rosas que te pueden dejar otro año de espera.
La normalidad también conlleva afrontar el miedo, respetable para aquel que decida aguardar a otra primavera. La ilusión es la vacuna para acabar con esta pesadilla de la que despertarás cuando tu capataz diga aquello de ¡a ésta es!