Seguro que ya has visto alguna parihuela cargada de vigas y con esas luces que alertan de un vehículo lento, que de costero a costero o a paso corto, ocupa temporalmente la calzada. En apenas dos semanas estrenaremos la Cuaresma y las cuadrillas de costaleros ya trabajan en las frías noches o en las mañanas de esos días reservados para el descanso, porque les mueve algo difícil de explicar con palabras.
Solo quien se ha metido bajo un paso puede entender que cargar peso, algunas veces excesivo, sea todo un privilegio. Que en esos escasos metros no hay claustrofobia o que debe existir un material extraño en las trabajaderas que a modo de imán, te atrapa.
Luego vendrán las formas y maneras de una forma de vivir las cofradías que, como casi todo en esta época que nos ha tocado vivir, corre el riesgo de desvirtuar lo verdaderamente importante, pero hoy no voy a reabrir polémicas.
Lo que es evidente es que ser costalero implica un sacrificio, y no solo físico. Las hermandades exigen la asistencia a los ensayos, una determinada uniformidad, y sobre todo compromiso. Y en esto, en el compromiso, los costaleros y costaleras demuestran estar muy por encima que otros grupos de cofrades.