El culto es uno de los pilares de nuestras hermandades. Ahora, en Cuaresma, se hacen más presentes y patentes en las parroquias de la ciudad donde, casi por arte de magia, emergen altares efímeros en los que la cera y la flor embellecen aún más si cabe a las Imágenes de Cristo y María. Detrás de estos monumentos temporales están las fabricanías y priostías de las cofradías, verdaderos “albañiles” y “arquitectos” capaces de componer volúmenes con los textiles y dibujar luces y sombras con las cimbreantes llamas de las candelerías que iluminan la escena.
Majestuosidad y belleza para atraer a los fieles, para animar a una participación que siempre está en entredicho. Los cofrades llevamos ese sambenito de estar más en el culto externo, el de las calles, que en el interno.
Como cualquier otro colectivo de cierta envergadura, siempre se termina tomando la parte por el todo y se acaba menospreciando al cofrade como si de un cristiano de segunda o tercera se tratara, bajo el argumento de su incomparecencia o poca participación en las celebraciones eucarísticas que programa su propia cofradía.
Sin embargo, solo hay que asomarse a alguno de los triduos, quinarios, septenarios o novenas de nuestras hermandades para apreciar que la asistencia es mucho mayor a a que esa misma iglesia suele presentar cualquier otro domingo. Además, en tiempos de pandemia con aforos reducidos, se ha dado ya el caso de fieles que se quedan en la calle porque se ha cubierto el máximo permitido en el interior.
La Eucaristía es el sacramento de nuestra fe y su celebración, junto a la oración y la veneración de las Sagradas Imágenes, es lo que ha quedado inalterable en estas circunstancias tan adversas para todo lo que tiene que ver con compartir en comunidad. Así lo hemos entendido también los cofrades, señalados por las ausencias a unas misas que ahora, se llenan.