Después de anunciar, con imagen y con palabra, lo que está por acontecer y que tanto tiempo llevamos esperando, la tercera parada de la Cuaresma nos sitúa en el culto interno, aquel que sí regresó la pasada primavera.
Triduos, quinarios, septenarios o novenas nos invitan a mucho más que rezar junto a las Imágenes de Jesús y de María que pronto veremos en las calles. En estas celebraciones es donde la hermandad se nutre de lo esencial para después manifestarlo de forma pública. Nada tiene sentido sin la Eucaristía compartida con los hermanos que pronto asumirán el anonimato bajo un caperuz que nos iguala a los ojos del Padre que ve en lo secreto.
Además, los cultos cuaresmales se han convertido en una delicia para el capillita que busca y gusta de altares efímeros sublimes en belleza y majestuosidad. Las fabricanías y priostías se superan cada año, innovando en las composiciones y cargando de simbología el centro de atención de miradas, oraciones, súplicas y agradecimientos.
El buen gusto se ha impuesto de puertas para adentro en unos templos que son un hervidero de cofrades, parroquias que ven llenarse la bancada donde el aforo medio bien podría ser el de plena pandemia. Sin embargo, las hermandades atraen, incluso a quienes no suelen cumplir con el precepto dominical. Ojalá que ese imán no pierda fuerza cuando el incienso se evapore.