La tristeza se apodera del ambiente. Cristo muere en la Cruz del Calvario y Jaén se viste de luto. Es Viernes Santo y penitentes negros acuden al entierro de Jesús. Todo se ha cumplido, y el Dolor y la Soledad se apoderan de María en dos enclaves de la ciudad. En San Juan y San Pedro rezan los Servitas. En la Basílica Menor de San Ildefonso sueñan con la Resurrección.
A pesar del bullicio que motivan los nervios, el silencio se hace presente bajo la Torre del Concejo cuando comienzan a salir los penitentes de la Congregación del Santo Sepulcro. Y el pecho se encoje cuando el paso del Calvario inicia la maniobra de salida, tal vez, la más complicada de la Semana Santa de Jaén. La inclinación que provoca la escalinata y la estrechez de la puerta requieren minuciosidad de cirujano para los capataces y costaleros. Una vez en la plaza, el Cristo del Calvario y los respiraderos del paso vuelven a su posición. Entonces, las cornetas comienzan a soplar las marchas de un repertorio clásico. Dimas, que estará en el Paraíso con Jesús cuando cierre sus ojos, mira a Cristo confiado en la promesa del justo entre bandidos. Gestas, por el contrario, rechaza el Amor de Dios.
Poco después, el silencio regresa al paso del Cristo del Santo Sepulcro. Bajo urna barroca, el cuerpo inerte del Señor es sepultado en el Jaén antiguo. Allí, donde Nuestra Señora de los Dolores se rompe por el llanto. La Dolorosa de Jaén luce como siempre, enamora como nunca. Su centenario manto, restaurado por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, ha recuperado su esplendor y el palio en su conjunto, nos invita a una Semana Santa jaenera añeja, con ese sabor del pasado, no siempre bien actualizado en el presente.
La puerta del templo que es casa de la Patrona de la ciudad se vuelve abrir con la caída de la tarde de este Viernes Santo. El muñidor pide silencio a toque de campana, viene Cristo Yacente, sobre la losa de piedra del sepulcro. El brazo derecho cae sobre los lirios morados que colorean el friso de su paso y bajo su mano, una rosa tintada con la sangre del Señor. Un trío de capilla pone la banda sonora del fúnebre cortejo. San Ildefonso, donde un cortejo de luz acompañó a la Señora, ahora se tiñe de negro.
Y bajo la oscuridad de un palio azabache donde los hilos de oro brillan al calor de la candelería, Nuestra Señora de la Soledad. La elegancia es el denominador común de un conjunto que empieza en el servicio de paso y que concluye en el acorde de la última marcha de un repertorio exquisito, sin estridencias, porque el duelo requiere de todo lo contrario.
En la revirá eterna de Almenas, hasta las piedras callan cuando asoman los ángeles de las esquinas del paso del Cristo Yacente. Las mismas que lloran cuando ven a María encarar el adoquinado que adelanta el regreso a la intimidad del templo. Algo parecido a lo que se vive bajo el Arco de San Lorenzo. El misterio del Calvario se encoje bajo siglos de historia y Cristo es cobijado en una segunda urna de piedra, para que nada lo toque, que duele con solo ver su cadáver.
Con el reloj marcando el inicio de un Sábado Santo de duelo, la Congregación del Santo Sepulcro regresa a San Juan, su sede canónica desde hace ahora 325 años. Ni las estrellas se asoman al negro cielo. Solo la luna se atreve a mirar entre nubes el pálido rostro de María Santísima, rota por el Dolor. Tampoco el amado discípulo es capaz de aliviar el lamento de un Viernes Santo que en Jaén se duerme con la Esperanza de que amanecerá el tercer día y la muerte vencerá a la misma muerte: Mors mortem superávit.